Cuando
eres consumidora compulsiva de series, cuando ves más televisión de la que
deberías, ciertas historias y ciertos personajes acaban formando parte de tu existencia.
No siempre eres consciente, pero están ahí: en las frases que utilizas, en la
forma en que te recoges el pelo, en el nombre que eliges para tu perro, en la
taza que adorna tu mesa... A veces, la conexión con la ficción es inmediata; te
atrapa con el piloto y ya no te suelta hasta el "The End", sea dos,
cuatro o diez años después. Otras, es la insistencia de un amigo el que te hace
vencer las reticencias iniciales o pasar por alto ese inicio irregular o,
incluso, aburrido. Y otras te van ganando lentamente, con capítulos redondos
que te convencen de que no está pasando nada cuando en realidad está pasando
todo, hasta que llega un momento en que no las puedes dejar. Así es como los
publicistas de Madison Avenue entraron en tu vida.
Durante
casi ocho años, el tiempo transcurrido desde la primera vez que viste a Don
Draper caer al vacío, les has acompañado en sus cambios de oficina (y de nombre),
has vivido a través de sus ojos una parte de la historia Estados Unidos, has
celebrado los éxitos de algunos personajes y has deseado el fracaso (o la
muerte) de otros... en definitiva, has seguido el camino que ya seguiste antes
con otras series. Sin embargo, hay algo diferente en esta despedida. ¿Por qué
duele tanto esta vez? ¿Por qué te está costando tanto decir adiós a Mad Men?
¿Será la sensación de estar ante algo irrepetible? ¿Será que, de verdad, es el
fin de una era?
Y,
de repente, te das cuenta de lo que pasa: te has enamorado de ÉL. Como Betty,
como Faye, como Megan, como esa secretaria estúpida cuyo nombre no recuerdas,
pero sí su llanto al descubrirse una más de una interminable lista de
conquistas. Sin embargo, a diferencia de ellas, tú conoces todas las caras de
Don (o las de Dick). No puede engañarte
con su traje impoluto, su mirada interesante y su palabrería porque tú has
visto lo que hay detrás: el Don triunfador, el mujeriego, el bebedor, el niño
perdido con aspecto de hombre… y, aún así, aunque sabes que es un cabrón, que
fuma y bebe más de la cuenta, que está con todas y con ninguna... aunque
conoces todos sus defectos, no puedes evitar caer y eso que sabes mejor que
nadie que quererle es “la peor forma de llegar a él”.

Por
eso, porque en cierto modo le quieres, asumir que también Don es finito, que
tampoco aquí hay un “para siempre”, que tiene fecha de caducidad, es tan difícil.
Y, otra vez como una estúpida, atraviesas tu particular duelo, con todas sus
fases. Primero, negación. “Mad Men se acaba el 17 de mayo” escuchas en el
despacho y tú decides que no, que Mad Men se acaba cuando tú digas, aunque
tengas que almacenar los capítulos durante años en el iPlus. Luego, ira. Lees
noticias sobre renovaciones y cancelaciones de otras series y te enfadas porque
Don se va y Meredith se queda. “¡No es justo!” murmuras furiosa contra Shonda y
contra el mundo. Después, negociación. “No veré ni un capítulo hasta que estén
todos y así podré decidir la dosis, así elijo yo cuándo llega el final” (suerte
evitando spoilers). A continuación, depresión. El vacío. La nada. El hueco en
el cuadrante de series que piensas que nunca podrás llenar. Don se ha ido, para
siempre, con ese fundido a negro que se llevó a tantos otros y, aunque tarde o
temprano tendrás que aceptarlo, todavía no estás preparada para decirle adiós.
Se
acaba Mad Men, se cierra una era. Y mientras escribes empiezas a asumir que
ya no habrá más Joan, ni Peggy, ni Don; que nunca sabrás si la vida de Sally
fue una aventura; que esta ha sido la última vez que has visto a Draper caer. Y
te das cuenta de que, en el fondo, no era de Don de quién estabas enamorada,
sino de esa genialidad que Matthew Weiner (y AMC) ha regalado a los amantes de
la ficción televisiva. Estás un paso más cerca de la aceptación y, aunque
todavía no estás ahí, ya has encontrado la palabra con la que resumir todo lo
que sientes: GRACIAS.
Adiós
Don, adiós Sally, adiós Joan, adiós Peggy... Gracias por estos años, por la
aventura, por las sonrisas y hasta por las lágrimas. Sé que volveremos a
encontrarnos, pero, mientras tanto, ya os echo de menos.