jueves, 1 de septiembre de 2011

Viejas historias: Neretva


- Neretva, se llama Neretva.

Apenas hace nada que la niña ha nacido y ya es la sexta vez que tiene que aclarar el nombre de su hija, aunque por mucho que lo intenta, no encuentra palabras para definir lo que el simple recuerdo del Neretva le hace sentir.

Branimir es bosnio, aunque antes fue yugoslavo y en su casa siempre le dijeron que era croata; demasiadas identidades para un niño que creció jugando en las dos orillas del río que atraviesa Mostar y que cuando le preguntaban “¿tú que eres?” respondía “yo caco”, inocente e ignorante, desconocedor del odio que empezaba a gestarse.

Neretva no es sólo un río; es la frontera entre el odio y la amistad, una barrera que croatas y musulmanes deberían cruzar día a día para recuperar aquellos años en los que en sus márgenes sólo se oían carcajadas, carcajadas silenciadas por el ruido de las bombas.

Tenía quince años la última vez que vio el Neretva y, en sus aguas, quedaron su infancia, su primer amor y las piedras del viejo puente que los suyos derribaron para separar a sus “hermanos” de la otra orilla. Allí se quedaron sus amigos, los partidos de fútbol en las calles de Kujundziluk, las meriendas junto al río… Y allí le espera el niño que fue para darse un último baño cuando el calor de su añorada Mostar se haga insoportable.

Aquí, al conocer su origen, es frecuente que le pregunten sobre la guerra, sobre naciones y bandos; y, aunque no responde, todavía baja la mirada cuando recuerda el día en que le dijeron que había que luchar por una patria que no sabía que tenía; aquel día en el que ser croata se comió al ser amigo, sobre todo si ese amigo creía en Alá.

Y todo esto, lo que el resto le dice sobre naciones y patrias, es lo que le hace plantearse su identidad, una cuestión que cuando vivía en Mostar y jugaba a fútbol con los vecinos del otro lado del río parecía una tontería. Una tontería convertida en guerra.

¿Qué es él? Croata, yugoslavo, bosnio… No lo sabe y tampoco le importa; se conforma con saber que hoy es el día más feliz de su vida, hoy que su pasado, su presente y, sobre todo, su futuro dormita entre sus brazos.

- Neretva, se llama Neretva.
Stari Most sobre el Neretva (Mostar, Bosnia)

domingo, 31 de julio de 2011

People I admire: Albert Einstein

Hace bastante tiempo, en una de esas tardes tontas en las que no hay nada mejor que hacer que perder el tiempo, me dio por empezar a escribir una lista con todas las personas a las que admiro de algún modo y a las que me gustaría conocer (si no las conozco ya). Desde entonces la lista, encabezada por el tándem Rabin-Arafat,  no ha hecho más que crecer, sumándose a ella nombres procedentes de los campos más dispares: científicos, políticos, profesores, amigos...

Así que hoy, que no tengo demasiadas ganas de escribir, he decidido dedicar este post a una de las personas que forman parte de lo que a partir de ahora denominaré "List of people I admire", por aquello de presumir del FCE que acabo de obtener: Albert Einstein.

Padre de la teoría de la relatividad y arrepentido progenitor de la bomba atómica, Einstein constituye una de las figuras imprescindibles del siglo XX y su importancia traspasa las fronteras del ámbito científico. Sin embargo, no son los grandes avances que para la física moderna supuso el trabajo de Einstein lo que más admiro de su persona, sino su capacidad para acuñar algunas de las frases más inteligentes que he podido leer, de esas que te hacen pensar al tiempo que consiguen que esboces una sonrisa.

De entre todas ellas, probablemente la más conocida sea una que dice algo así como que "hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro", pero no es esta con la que quiero cerrar esta entrada. Para ello, he seleccionado esta otra que es una llamada de atención a todos aquellos que gustan de criticar a los demás sin pensar en las consecuencias:

"Todo el mundo es un genio. Pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar un árbol, vivirá toda su vida creyendo que es estúpido", Albert Einstein (1879-1955).

lunes, 25 de julio de 2011

Mi amigo Rüdiger

Cada vez que empiezo un blog (y con este deben ir ya media docena) suelo prepararme una lista de temas sobre los que me gustaría escribir, convencida de que, poco a poco, irán surgiendo más cosas que llamen mi atención y que me permitirán prolongar mi bitácora más allá del cuarto post. Sin embargo, como los intentos anteriores atestiguan, el “síndrome de la página en blanco” siempre acaba ganando la partida y las grandes ideas que tenía para el blog acaban guardadas en la misma carpeta que todas esas historias que nunca terminaré de escribir.
Consciente de esta realidad (y como a cabezota no me gana nadie), inicio hoy una nueva andadura por estos lares, asomándome desde mi habitación ficticia a esos mundos de los que siempre quise formar parte, con la esperanza de que esta vez la aventura sobreviva más allá de las primeras semanas.
Tras mucho pensar sobre cuál debía ser mi primera entrada (ya que no sabemos cuánto va a dudar, al menos que la primera sea decente), he decidido dedicársela a mi personaje favorito de la infancia, con el que, por casualidad, volví a toparme hace unos días: Rüdiger von Schlotterstein.
Resulta que, precisamente hoy, uno de mis chicos favoritos cumple años y, como regalo, tenía pensado comprarle un libro del que guardo un grato recuerdo: De profesión, fantasma. Sin embargo, dado que han pasado siglos desde que yo tenía edad de leer la serie naranja de El barco de vapor, parece que la editorial ha dejado de interesarse por el título y es prácticamente imposible hacerse con un ejemplar. Así que ahí estaba yo, en medio de la París-Valencia, compuesta y sin regalo, tratando de buscar una alternativa, cuando una imagen llamó mi atención.

Nueva edición de "El Pequeño Vampiro"

Sobre un fondo negro, con una encuadernación que me resultaba extraña, vi una cara que me transportó a la época en la que despistaba a mi madre para escabullirme entre las estanterías de la sección juvenil de la librería de turno y leer algunos fragmentos de esos libros de El Pequeño Vampiro que aún no formaban parte de mi colección para, poco después, suplicarle que me dejara llevarme uno a casa.
En ese momento, mientras dibujaba mentalmente el árbol genealógico de la familia Von Schlotterstein, me di cuenta de que me alegraba de no haber encontrado el título que buscaba porque iba a tener la oportunidad de regalarle a Antonio su primer libro de “El Pequeño Vampiro”.
No sé si le gustará, ni si después de este vendrán otros; puede que la primera aventura de Antón y Rüdiger sea la última de Antonio en un mundo que ahora copan los adolescentes de “Crepúsculo” o tal vez sirva para hacerle soñar con tener por amigo a un vampiro. Pase lo que pase,  yo ya me doy por satisfecha con el hecho de haberle presentado a Rüdiger, que llegó cuando se fue Nicolás y se marchó cuando aparecieron Harry, Ron y Hermione.
¡Feliz cumpleaños, Antonio, y que disfrutes de la lectura!